Ceremonias para el olvido

El cuerpo no deja de aparecer respondía una amiga en una entrevista hace un tiempo, mientras conversábamos sobre una muestra. Una de las preguntas fue sobre el destino de las obras en relación a su recuerdo o a su olvido, una pregunta que me quedó resonando no solo por lo incierto de su posible respuesta sino por su correspondencia con la primera frase de este texto. 
Si bien ambos decires no conciernen entre sí en el marco de aquella entrevista, creo que bien podrían. Es decir, pensar la presencia de los cuerpos en diálogo con la memoria y la producción de arte contemporáneo. Y por otro lado la pregunta ¿aparecer es siempre resistir?
En una primera impresión y atravesadxs por la situación de aislamiento social obligatorio en la que nos encontramos, con todas las complejidades y emociones que esto conlleva, quizá estemos frente a una contradicción con esa idea de presencia constante del cuerpo. Pero creo que también nos permite entrever una especie de ventana: aire fresco para los sentidos. La presencia del cuerpo a la que se refería esta amiga, podría contener un amplio espectro de otras presencias posibles en su no materialidad: la ausencia misma que la compone y sostiene. Entonces decir presencia ya no sería muy diferente a decir ausencia. Y encadenadamente decir recuerdo podría significar olvido. ¿Y viceversa? No sé... En ese caso el destino de las obras que nos preguntaban, sería una composición de ambas partes: impactos que llegan al cuerpo en una temporalidad impredecible. 

Pienso en las ceremonias que realizamos para inaugurar una exposición, todo lo que sucede entre la sopa paraguaya, el vino, los abrazos, las miradas. Gestos que fisuran una especie de cabina en la que se encontraba la obra previamente, en algunas ocasiones. ¿Acaso es ahí cuando se predispone a su recuerdo o a su olvido? Algo se quiebra y lo celebramos. Algo aparece y lo celebramos. Ahora podemos ingresar, exponernos a percibir ciertos impactos. ¿Espectar la obra es también espectar nuestra unión con la obra? La palabra impacto me viene a la mente desde una conversación con un amigo sobre nuestros recorridos por la ciudad de Resistencia, esa dinámica de reencuentros, desplazamientos y continuidades generalmente nocturnas. Tal vez el verbo exponer la obra contenga más literalidad de la que somos conscientes, me refiero a interferencias que exceden al montaje: posibilidades de contacto en la obra, la deriva o el duelo que puede ofrecer su aparición. Lo que sucede cuando no presenciamos, la interacción entre la obra y lxs espectadorxs, las visitas que recibe, los deseos, las derivaciones, las invocaciones que podrían manifestarse. Dice este amigo que hay impactos que llegan al cuerpo luego de un tiempo, meses o incluso años de distancia con el objeto o situación que lo generó. 

Hace poco construimos una máquina de apariciones y desapariciones, una instalación audiovisual llamada detiene el gesto y no es. Mi intención no es extenderme sobre este trabajo sino traerlo como componente de las construcciones cotidianas que realizamos para que algo sobreviva: ¿una ceremonia para la existencia? En aquella máquina aparecían y desaparecían cuerpos incesantemente. Un encuentro cercano entre la ausencia y la presencia. ¿Podemos pensar en algún punto el proceso de montaje y de exposición de obras como deseo de invocación colectiva?

Quiero ver con mis ojos la desaparición dice Hélène Cixous en uno de sus versos y pienso inmediatamente en las ausencias contenidas, la recreación implícita y hasta insólita de un recuerdo antes de olvidarlo. ¿Son recuerdos las obras? ¿un deseo de propagación? Como si no pudiéramos recordarlo más, pero tampoco olvidarlo aún. El montaje de una presencia antes de volverse (o volverla) una ausencia lo suficientemente entera y profunda para despedirse del mundo. Pienso  en las máquinas de apariciones y desapariciones que recreamos continuamente: las redes sociales, la escritura, la producción de obra, la búsqueda de un cuerpo, de la palabra, de la imagen. ¿Construímos o reparamos?
Insertamos al cuerpo, lo desarticulamos, extraemos lentamente su luz y también su oscuridad, observamos la pausa en el hueco mismo de una sala vacía. Usamos al cuerpo, lo cercano y lo urgente, como si fuéramos a encontrar algún punto de confianza en ese estar, o al menos alguna respuesta. ¿Mediante qué gestos reaparecemos rasgos de ausentismos? 

Imagino un desprendimiento entre la obra y quien la produce desde el primer momento en que se corporiza un sentido que convive con otros cuerpos en las visitas que reciben: la humanidad que la observa y la asiste, su desgaste, su vitalidad. La expansión hacia otras memorias a construirse. Ahora entiendo esa esperanza que vi en mi amigo al hablarme de los impactos muchas veces imperceptibles, muchas veces tardíos, pero impactos al fin. Algo de lo que la trajo a este presente, reaparece en las obras mientras habitan los espacios, las salas, las calles, los lugares de tránsito, entre otros. ¿Puede su presencia resignificar o perpetuar el pasado que la compuso? ¿Esto es la resistencia? Un juego de tiempos podría resultar irrelevante para las obras. Quizás el cuerpo siempre reaparezca. Quizás la obra contenga voces entre el deseo de olvido y de recuerdo: un espectro visible en lo invisible. 

El cuerpo es un pacto/ con la forma/ pero el deseo es la forma/ que tiene el corazón/ de deshacerse/ de su cuerpo, dice la poeta Susana Villalba. Me pregunto si las obras que producimos y las que visitamos contendrán deseos de desaparición. Pareciera un recorrido constante de apariciones y reapariciones que resisten. Otra vez la pregunta se parece a la respuesta. Esto también celebramos. 


Texto por Agustina Wischnivetzky para #solidoinsight 

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